El impacto social de la guerra civil salvadoreña y la transformación de la violencia a través del hampa pandilleril

Por: José Agustín Almada [I]

Resumen

Una vez finalizada la guerra civil que tuvo lugar en El Salvador entre inicios de los años 1980 y 1992, la violencia aún siguió siendo algo cotidiano al interior de la sociedad, a través de prácticas como el secuestro, la extorsión, el asesinato, el robo y el control territorial irrestricto. El objetivo principal del presente artículo consiste en exponer los aspectos coyunturales más relevantes, durante y luego de la guerra, para poder entender cómo se transformó la violencia, en tanto acción social capaz de generar altos grados de poder, mediante tres actores violentos principales: las Fuerzas Armadas, la guerrilla, y finalmente, las pandillas representadas por la Mara Salvatrucha (MS 13) y el Barrio 18.

Palabras claves: violencia; guerra; sociedad; política; pandillas.

Conceptualización y entendimientos generales alrededor de la violencia

Asesinato, extorsión, matonería, alarde de fuerza, violación, privación ilegal de la libertad, “valeverguismo”[1], entre otras, son algunas de las expresiones sociales convergentes a la violencia que más impacto generaron dentro de la sociedad salvadoreña (González, 1997). Pero antes de describir el contexto y los intereses que incitaban a la manifestación de estos hechos violentos en El Salvador, es preciso definir el concepto de violencia, comprender el porqué de su habitual aplicación práctica en tanto acción social.

Para este artículo nos resultan pertinentes dos abordajes teóricos en torno al concepto, uso e implicancias alrededor de la violencia: entendida como fuerza social (Corradi, 2020), y además, en tanto instrumento de vigilancia o castigo (Foucault, 1987). En líneas generales, analizar el fenómeno de la violencia respecto a su persistencia y transformación dentro de la sociedad salvadoreña.

En primer lugar, la violencia debe ser entendida como una expresión social que genera poder, y a su vez, lo representa. Funciona como un instrumento estratégico para quienes se posicionan en un lugar de dominio dentro de la sociedad, que a su vez, desde esa posición, logran influir en la percepción, justificación y aplicación de la violencia frente a distintas problemáticas emergentes (Corradi, 2020).

Según el espacio social en donde se manifieste, la violencia puede llegar a ser tolerada, e incluso justificada ampliamente por su capacidad de efectividad o resolución ante diversos problemas, en otras palabras, logra otorgarle sentido y significado a la realidad. Por ejemplo, cabe destacar el rol específico del escuadrón de la muerte Sombra Negra, encargado de perseguir y eliminar todo rastro de criminalidad y pandillerismo en el período de posguerra durante los años 90 (Corradi, 2020).

Por otro lado, cabe destacar que la disciplina, entendida como forma general de dominación, está íntegramente relacionada con los usos de la violencia que se pueden llegar a efectuar dentro de una sociedad. Si el objetivo general del disciplinamiento consiste en lograr la transformación de las multitudes desorganizadas y conflictivas en mayorías  ordenadas dentro de un espacio determinado (Foucault, 1987), la violencia viene a representar un medio recurrente dentro de esa dinámica. Por ejemplo,  mediante el rol que tuvieron en El Salvador tanto los reclutamientos forzados como el accionar de los Comités de Defensa Popular, que contribuyeron a una distribución particular de los individuos respecto de los bandos en disputa durante la guerra civil.

Una importante “coerción individual y colectiva de los cuerpos” (Foucault, 1987) fue la que se llevó a cabo desde El Salvador, incluso durante la posguerra, mediante diversas medidas punitivas, castigos, persecuciones, un excluyente sistema educativo-laboral (González, 1997), y además, diversos mecanismos de propaganda (Benítez Manaut, 1988). El objetivo último de estas medidas de corte disciplinar y en esencia violentas era la generación de una obediencia generalizada per se de la voluntad general que se podía llegar a lograr.

La violencia dentro de la vida social arrastra consigo distintas motivaciones: la lucha por la libertad, la reivindicación identitaria de un colectivo en concreto, la búsqueda de la justicia, pero también, el ejercicio del poder y el uso de la fuerza de manera abusiva (Corradi, 2020).  Esa diversidad misma de fines es la que le brinda un rol sumamente relevante en tanto fuerza social, que, como se dijo, es capaz de otorgar sentido al contexto en el que se vive diariamente.

Tanto las imágenes sobre la amenaza como el sentido común en torno al peligro varían según cada época y sociedad (Caimari, 2009). Para el caso de El Salvador, los actores violentos se fueron transformando con base en distintos factores e influencias que los movilizaban: en la guerra civil estuvieron representados por las fuerzas del Estado y la guerrilla, mientras que en la posguerra sobre todo a través del hampa pandilleril.

Sobral, M. (2020). Palmera. Recuperado de @martinsobral.ph. Contacto: martinsobral.ph@gmail.com

La violencia resulta una experiencia que es característica de las distintas sociedades a lo largo de la historia, pero, sin duda, son ciertas situaciones (persecuciones políticas, levantamientos sociales, desarrollo del crimen organizado, etc.) las que impulsan su incremento (Sampó, 2013). Para el caso tratado en este artículo, esta se vio alentada por la falta de resolución efectiva ante distintos conflictos, tales como la marginalidad y la disputa por el control territorial, que afectaron a El Salvador durante décadas.

La conflictividad social en El Salvador: de los tiempos coloniales a la guerra civil

La conflictividad social al interior de esta nación centroamericana tiene su origen en un tema fundamental para poder comprender los avatares de la guerra civil iniciada a inicios de los años 80: el conflicto por la tenencia de la tierra. Desde los tiempos coloniales a mediados del siglo XVI, esta problemática afectó directamente a los sectores más vulnerables dentro de la sociedad, representados por los pueblos originarios y el campesinado emergente. En ese proceso se produjo la destrucción casi completa de la cultura y las costumbres autóctonas, acompañada mediante despojos materiales y la instalación del sistema esclavista en la región (Montoya Blanco, 2020).

Luego de la independencia centroamericana[2], en 1824, El Salvador se integró formalmente a la República Federal de Centroamérica. Producto de cuestiones como precarias condiciones de vida y enfrentamientos internos entre distintas provincias pertenecientes a la nueva nación, se produjo una primera manifestación de guerras civiles entre sectores liberales y conservadores que tuvieron lugar en los períodos 1826-1829 y 1830-1842, respectivamente[3]. La emancipación definitiva del dominio español trajo consigo más problemas que soluciones, puesto que tanto campesinos e indígenas quedaron a merced de los nuevos terratenientes criollos, quienes mediante un decreto[4] promulgado por la Asamblea Legislativa del Estado liberal a fines del siglo XIX[5] se abocaron a expropiar las tierras comunales o que no estaban oficialmente declaradas (Montoya Blanco, 2018). Esa connivencia entre Estado y elite cafetalera se mantendría, y, a su vez, sería de suma importancia durante el desarrollo particular que tuvo la guerra civil iniciada formalmente a inicios de los años 80 (Benítez Manaut, 1988).

A raíz de las condiciones imperantes impuestas por el Estado salvadoreño, los colectivos populares en general comenzaron a manifestar su disconformidad frente a las autoridades. Sobre todo desde el occidente del país, donde se encontraban  las plantaciones cafetaleras, el Partido Comunista logró captar las necesidades e intereses de los sectores populares salvadoreños representados por indígenas, campesinos, e incluso sectores sindicalistas y estudiantiles de las ciudades. El denominado “primer alzamiento popular de América Latina”[6] encabezado por el PC salvadoreño ocurrió durante la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944), y tuvo como objetivo primordial revelarse ante los abusos por parte de las fuerzas militares y de seguridad, que, además, oficiaban como “guardianes” de las grandes haciendas (Montoya Blanco, 2018).

El 15 de octubre de 1979, tras 17 años de gobiernos conservadores, se produjo un nuevo golpe de Estado que colocó en el poder a la denominada Junta Revolucionaria de Gobierno. Antes que pacificar y buscar una salida democrático-institucional frente a las conflictividades mediantes, este gobierno amplió tanto la represión como la persecución hacia todas las fuerzas políticas de oposición, lo que incrementó aún más el descontento de la sociedad. Fue en ese contexto que se fundó el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)[7], movimiento político-guerrillero que logró gran apoyo popular producto de la constante presión que la dictadura ejercía sobre la población civil en su conjunto (Martín-Baró, 1981).

Con los decretos 155[8], 264-265[9] y 507[10] promulgados a inicios de marzo de 1980, se dio rienda suelta a una represión sistemática y organizada por parte del Estado, la cual se vio reflejada a través de ciertos acontecimientos: se instauró un notorio cerco informativo mediante constantes ataques e intimidaciones a centrales de periódicos como La Crónica y El Independiente; todas las emisoras radiales del país quedaban obligatoriamente encadenadas a la Radio Nacional de El Salvador 6 horas diarias como mínimo; el secuestro, tortura y posterior asesinato de seis integrantes pertenecientes al Frente Democrático Revolucionario (FDR), que los obligó a accionar desde la clandestinidad; por último, el secuestro, violación y asesinato sobre la humanidad de seis misioneras católicas norteamericanas, hecho que generó una unánime condena internacional hacia la dictadura (Martín-Baró, 1981).

El FMLN, en cierto modo, logró condensar las inquietudes, los temores y el descontento general que atravesaba la población salvadoreña durante el período dictatorial, ya que este movimiento exhortó al pueblo para que se sumara a los Comités de Defensa Popular en apoyo a la ofensiva insurgente que tuvo lugar el 10 de enero de 1981. Pero “al amparo del decreto 507 que otorga poderes incontrolados a las fuerzas de seguridad, aumenta el número de secuestrados y desaparecidos cotidianos sobre los que se extiende un ominoso silencio oficial” (Martín-Baró, 1981, p. 25), sumados a constantes bombardeos sobre la población civil en acciones militares[11] contra los insurgentes. En ese contexto particular, el FMLN ejerció un notorio control sobre las zonas rurales en territorios como Morazán, Santa Ana y Chalatenango, mientras que las localidades urbanas como San Salvador o La Libertad fueron dominadas virtualmente por las fuerzas gubernamentales (Martín-Baró, 1981).

En la zona de Chalatenango, técnicamente dominada por los guerrilleros, los habitantes locales sufrieron constantes atropellos provenientes de la Fuerza Armada y la guerrilla. Mientras la Guardia Nacional los obligaba a oficiar como vigías en los retenes de la comandancia, la guerrilla arremetía de forma violenta en las propiedades donde sospechaban que se escondían personas que contribuían o eran funcionales a las fuerzas del Estado.

Según la Comisión  de la Verdad encabezada por Naciones Unidas (1993), el ejército regular salvadoreño fue responsable del 85% de las violaciones a derechos humanos mediante masacres, torturas y asesinatos arbitrarios, mientras que al FMLN se le adjudican alrededor del 5% de estos hechos, en especial asesinatos de alcaldes y empresarios, instalación indiscriminada de minas terrestres, entre otros; por su parte, un 10% de  los casos remanentes no tuvieron responsables identificados  (Alas López et al., 2023). Esta situación constante de intimidación por parte de ambos bandos durante la guerra civil influenció de lleno sobre la decisión que miles de salvadoreños llevaron adelante al escapar hacia los Estados Unidos.

Relacionado a la tenencia de la tierra, como problemática central para entender el origen histórico de la conflictividad social salvadoreña (Montoya Blanco, 2018), el denominado control territorial fue fundamental para comprender la prolongación que tuvo la guerra civil por más de 10 años. Para 1984 el FMLN ocupaba 7.000 km² de 22.000 km² totales de terreno con los que contaba El Salvador, una tercera parte de dominio espacial que se extendió sobre todo en las zonas del norte y oriente, entre ellas, Usulután o San Miguel (Benítez Manaut, 1988). Ni siquiera la intervención directa de Estados Unidos, en materia propagandística y de inteligencia (Martín-Baró, 1981), pudo contrarrestar la ventaja cívico-militar con la que contó el FMLN durante prácticamente toda su campaña[12]. El pueblo salvadoreño, representado por esos mismos sectores involucrados durante el levantamiento rural que tuvo lugar en 1932 (campesinos, indígenas, estudiantes y sindicalistas), solía identificar en el bando insurgente un enclave de sobrevivencia frente al indiscriminado accionar coercitivo que ejercía el Estado sobre la población civil en su conjunto, aunque en numerosas ocasiones también eran víctimas de hechos violentos perpetrados por la guerrilla.

Producto del desarrollo particular que tuvo la guerra civil, se produjeron una serie de cambios estructurales que afectaron aún más la realidad social de la población salvadoreña: un incremento de la pobreza extrema, ya que para 1985 el 50% de los residentes estaban bajo estas condiciones; en 1986 la mortalidad infantil del país era la más alta de América Central, con un total de 91 muertes por cada 1.000 niños de entre 0 y 5 años; mientras la asistencia financiera de Estados Unidos durante el conflicto incrementaba el número de efectivos y de material bélico otorgado al gobierno salvadoreño, se producía una notoria desinversión empresarial que arrastraba consigo el aumento del subempleo, de 10.2% en 1970 a 30% de la población económicamente activa durante 1984 (Benítez Manaut, 1988).

Se estima que entre 1982 y 1986, 280.790 salvadoreños (en su mayoría campesinos) se desplazaron a países como Estados Unidos, México y Nicaragua, a la par que se producían masivos desplazamientos internos[13] hacia occidente y las principales ciudades, por fuego cruzado, imposición o como búsqueda de una nueva alternativa social. Según datos oficiales otorgados por el gobierno estadounidense, de 500.000 residentes salvadoreños en Estados Unidos solo 34.000 habían ingresado legalmente al país; para 1987 se calcula que había aproximadamente entre 540.000 y casi 1.000.000 de salvadoreños en suelo norteamericano (Benítez Manaut, 1988). Fueron esos particulares movimientos poblacionales (Garzón Rivera, 2016), como se verá más en detenimiento durante el siguiente apartado, los que incidieron de lleno sobre el surgimiento de nuevos actores violentos durante la posguerra.

El período de posguerra como nuevo escenario de la violencia

Inserta en el devenir histórico de esta nación centroamericana, la violencia condicionó la vida de los salvadoreños y las salvadoreñas en todas sus formas posibles:

Esa violencia –que puede alcanzar niveles extremos de brutalidad– sin motivaciones políticas o materiales explícitas o implícitas y que es ejercida no sólo por grupos específicos de la sociedad, sino por una gran mayoría de salvadoreños, cotidianamente, en el hogar, en el trabajo, en la calle, en los lugares de recreación, bares, etc., a esa violencia es a la que caracterizamos como violencia social” (González, 1997, pp. 447-448).

Los Acuerdos de Paz de Chapultepec firmados el 16 de enero de 1992 por integrantes del gobierno salvadoreño y miembros del FMLN, con la presencia de representantes de  internacionales, se enfocaron primordialmente en la consolidación de un renovado orden democrático. Basado en la libertad política, el pluralismo ideológico y el consenso popular, implicaba un camino proclive para concretar la existencia de una convivencia lo más pacífica posible entre los ciudadanos. Lejos de obtener ese resultado, El Salvador no solo aumentó sus índices de violencia, sino que también incrementó la desigualdad económico-social entre sus habitantes (González, 1997).

Finalizada la guerra civil aún continuaron sucediendo hechos violentos con evidentes implicaciones políticas, por ejemplo, a través de los denominados “ajustes de cuentas” entre habitantes de las comunidades, debido a su participación directa o indirecta en alguno de los bandos durante la guerra. Por otro lado, mediante el crimen organizado, el robo tradicional y el accionar propio de las maras o pandillas juveniles (González, 1997). En definitiva, ¿cuáles fueron los factores más influyentes en el desencadenamiento de la violencia una vez finalizada la guerra civil? Y, por otro lado, ¿cómo se vio reflejada la magnitud que alcanzó la violencia durante la posguerra?

Si bien cesaron los enfrentamientos entre las fuerzas del Estado y la guerrilla, había quedado remanente un importante caudal de material bélico, que, a su vez, implicaba la presencia de viejos actores del conflicto: paramilitares, guerrilleros y miembros civiles de los comités, que aún estaban armados y comenzaron a actuar en distintos hechos criminales. Sumado a esto, no hubo un desarme conjunto, concreto y organizado una vez firmada la paz, lo que provocó la persistencia de armas diseminadas entre los civiles. Por otra parte, se produjo una débil reestructuración de la seguridad pública, ya que si bien se creó la Policía Nacional Civil muchos de sus integrantes eran exrepresores (Garzón Rivera, 2016).

Otro de los problemas estructurales que influyeron en esta nueva oleada de violencia fue la cuestión acerca de la integración social[14]. Se produjo una importante segregación educativa y laboral que afectó a masas numerosas de jóvenes, muchos de ellos, quienes habían emigrado forzadamente desde los Estados Unidos una vez finalizada la guerra civil (Gonzáles, 1997).

En ese contexto se incrementaron masivamente los hechos violentos, tanto sobre las personas como en perjuicio de sus propiedades: para el año 1996 se registraron alrededor de 8.047 homicidios a nivel nacional, una tasa de 139 muertes por cada 100.000 habitantes. Según los registros del Ministerio de Salud, hubo una tasa de 464 personas agredidas por cada 100.000 habitantes, muchas de las cuales sufrían robos a mano armada o eran víctimas directas del accionar pandilleril, mediante el cobro de rentas, tanto a viviendas como a comercios, que sin duda constituyó uno de los pilares fundamentales para el sostenimiento estructural de las pandillas. Por su parte, entre 1994 y 1996 los hechos delictivos contra la integridad personal (secuestro, extorsión, violación, entre otros) rondaron los 25.000 casos (González, 1997).

Aquellos desplazamientos internos hacia zonas urbanas oriundas a San Salvador que tuvieron lugar durante la guerra civil provocaron la conformación de tugurios o barrios marginales, enclaves poblacionales fundamentales en la consolidación inminente de las pandillas como nuevos actores violentos. Muchos niños y jóvenes, que incluso durante el conflicto bélico formaron parte activa de los bandos en disputa, luego se convirtieron en pandilleros, como ocurrió con Carlos Mojica Lechuga[15], alias “El viejo Lin”, líder indiscutido de la pandilla Barrio 18 que durante la guerra civil estuvo del lado insurgente. La falta de reinserción y contención social, sumado a que muchos de estos infantes perdieron a sus familias enteras producto de las acciones militares, abrieron el camino hacia esa forma alternativa de socialización (Garzón Rivera, 2016).

Particularmente, las pandillas se caracterizaron por utilizar la violencia con base en tres objetivos concretos: dominar por completo un territorio, obtener dinero para sostener la denominada “vida loca”[16], y por último, ocasionar temor al interior de la sociedad. Algunos de estos grupos, entre ellos la Mara Morazán o la Mara Mao Mao, ya existían incluso durante la guerra civil, aunque en esencia eran agrupaciones que se enfocaban en pintar graffitis y realizar asaltos ocasionales con fines de subsistencia. Pero con la llegada de los salvadoreños deportados desde los Estados Unidos, las bandas juveniles comenzaron a adquirir una connotación cada vez más violenta y criminal a través de dos agrupaciones principales: la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 (Sampó, 2013).

El reclutamiento forzado, la persecución, los asesinatos premeditados, la tortura, la desaparición forzada, entre otras, son algunas de las prácticas que estuvieron vigentes durante la guerra civil y que luego tomaron un nuevo curso mediante el hampa pandilleril. Por otra parte, estas agrupaciones tuvieron para sí un efecto totalizador, ya que una vez que se entraba a ellas se cargaba con la pertenencia obligatoria de por vida, lo que tornaba cada vez más precaria esa estrategia inicial de sobrevivencia respecto al ingreso formal a una pandilla (Garzón Rivera, 2016).

El impacto social de las pandillas no solo afectó a El Salvador durante la posguerra, sino que también se constituyó como un fenómeno característico de las sociedades hondureña y guatemalteca a través de las distintas clicas[17] instaladas en los barrios. Durante toda la década del 2000, Centroamérica se erigió como el lugar sin guerras activas más violento del mundo, donde el crimen organizado, además de dificultar el desarrollo y la gobernabilidad democrática, obturó la posibilidad de construir sociedades libres de temor (Sampó, 2013).

Ante la inminencia de las pandillas, la solución más común desde el Estado salvadoreño consistió en medidas represivas de “mano dura”. Por ejemplo, a mediados de los años 90 durante la presidencia de Armando Calderón Sol, se lanzó una enérgica campaña a favor de la pena de muerte como castigo a los asesinatos, violaciones y secuestros. Si bien esta medida en cierta forma produjo la reducción de delitos contra la vida en 1996, al año siguiente la tasa se volvió a incrementar (Gonzáles, 1997).

La violencia social era tal que ni las medidas punitivas más severas lograban frenar la consecución constante y cotidiana de hechos violentos. Las herencias de la guerra, en cuanto a armamento y técnicas militares de aniquilamiento, influyeron de lleno en el accionar particular de las pandillas MS 13 y Barrio 18 (Gonzáles, 1997), que, sin duda, tenían intereses comunes que estaban más allá de valores como la lealtad y la afección por el barrio o la colonia de residencia (Sampó, 2013).

Lejos de ser grupos desorganizados y disminuidos, hacia 2016 se estimaba que había en El Salvador alrededor de 60.000 pandilleros activos, 10.000 de los cuales estaban en prisión (Garzón Rivera, 2016). Mientras avanzaban los años 90, las operaciones transnacionales de contrabando, la compra de armas, el tráfico de estupefacientes y la trata de personas (Sampó, 2013), incrementaron aún más el alcance de las pandillas como agentes de poder con capacidad para causar terror entre la población y dominar los distintos territorios. En el año 2012 el propio gobierno salvadoreño decidió pactar una tregua con los líderes de las agrupaciones pandilleriles, y si bien esto produjo una baja notable en el índice de homicidios, las extorsiones y la directiva de órdenes desde la cárcel a la calle siguió en boga (Sampó, 2013), lo que dejó en claro la limitada capacidad del Estado para acabar con esta problemática social.

Reflexiones finales

Los hechos violentos ya estaban instalados en la sociedad salvadoreña, y claramente la guerra civil reflejó los altos grados de violencia que había al interior de ella. Mientras en aquel conflicto bélico se estima que perecieron alrededor de 75.000 civiles, el número de muertes durante el dominio que ejercieron tanto la Mara Salvatrucha como El Barrio 18 fue superior a 120.000 personas, en un lapso de 30 años desde 1992 hasta 2022. Del mismo modo que la guerrilla o el ejército obligaban a abandonar las comunidades a quienes residían en ellas, los pandilleros hicieron lo propio las veces que decidían expropiar las propiedades de los habitantes de las colonias para poder convertirlas en casas destroyer[18]. Los primeros, alentados por una cuota de poder político/ideológico, los segundos, por aspiraciones de dominio territorial, enriquecimiento ilícito y control psicosocial (Martín-Baró, 1990) basado en un claro y crudo mensaje para toda la población en su conjunto: “ver, oír y callar”.

Las pandillas lograron consolidarse gracias a dos factores fundamentales: la vigencia de una base social con alta marginalidad entre la población joven y, por otro lado, las consecuencias de un legado apológico de la violencia, debido a que esta se encontraba ampliamente normalizada. En El Salvador, durante la guerra civil, fueron las Fuerzas Armadas y la guerrilla los actores violentos principales, pero en la posguerra las pandillas tomaron esa posta. Además de ser una sociedad violenta, era particularmente violentada por distintos actores que lograban ejercer notorio control o magnitud a nivel social.

Si bien el hampa pandilleril no constituyó una fuerza militar hecha y derecha, es decir, con los niveles de organización y planeamiento propios de los batallones insurgentes o del Estado durante la guerra civil, se vio influenciado por aquel pasado violento y conflictivo. Carlos Lechuga Mojica, alias “El Viejo Lin”, líder del Barrio 18, fue miembro activo del Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos durante la guerra civil, hecho que le reportó altos grados de respeto y reconocimiento entre sus compañeros “dieciocheros”. De los campos clandestinos de detención a las casas destroyer, la violencia en El Salvador fue un instrumento necesario, prácticamente una condición sine qua non, en el accionar político y social de grupos diversos con intereses diferenciados.

Desde el 27 de marzo de 2022 este país centroamericano se encuentra bajo un régimen de excepción[19], a través del cual las fuerzas de seguridad del Estado, representadas por el ejército y la Policía Nacional Civil, desplegaron todo su potencial en la lucha contra las pandillas. Si bien es una realidad que los homicidios, las extorsiones, las violaciones y el crimen en general se han reducido drásticamente, la contrapartida de esta medida se hace notar en las detenciones arbitrarias, el abuso de autoridad y los encarcelamientos  masivos que sufrieron miles de salvadoreños sin siquiera ser miembros directos de pandillas. Una vez más, la violencia directa como instrumento estratégico de lucha a través de la denominada “mano dura” viene a oficiar como una solución posible, que en cierto modo es efectiva pero que no escapa a irregularidades y controversias que despertó en la comunidad internacional.

Bibliografía

Alas López, A.; Maciel, E. y Chacón Serrano, F. (2023). “Las sobras de la guerra”: historias sobre víctimas de la guerrilla y la Fuerza Armada de El Salvador en la década de 1980. Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos, (17), pp. 67-95.

Benítez Manaut, R. (1988). El Salvador 1984-1988: guerra civil, economía y política. Realidad. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, (06), pp. 527-540.

Caimari, L. (2009). Introducción. En La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires, 1880-1940. Buenos Aires: Sudamericana.

Corradi, C. (2020). Estudiar la violencia (por Chaime Marcuello Servós). En Sociología de la violencia. Identidad, modernidad, poder. Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza.

Foucault, M. (1987). Disciplina. En Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (12º edición). México: Siglo Veintiuno Editores.

Garzón Rivera, J. M. (2016). Pandillas en El Salvador: continuidad de la violencia en la posguerra. Revista nuestrAmérica, (4)8, julio-diciembre, pp. 102-118.

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Martín-Baró, I. (1981). La guerra civil en El Salvador. Estudios Centroamericanos, 36(387-388), pp. 17-32.

Martín-Baró, I. (1990). La violencia política y la guerra como causas del trauma psicosocial en El Salvador. En Psicología social de la guerra: trauma y terapia. San Salvador: UCA Editores. 

Montoya Blanco, Y. I. (2020). Guerra civil en El Salvador, un conflicto histórico por la tenencia de la tierra. Maestría en Comunicación, Desarrollo y Cambio Social. Bogotá: Universidad Santo Tomás. Sampó, C. (2013). Violencia en Centroamérica: las maras en El Salvador, Guatemala y Honduras. Estudios de Seguridad y Defensa, (2), pp. 139-158.


[1] Actitud de indiferencia y apatía.

[2] Desde 1542 a 1821 El Salvador fue parte del denominado Reino de Guatemala, integrado además por los territorios actuales de Honduras, Guatemala, Nicaragua, Belice, Costa Rica y el Estado mexicano de Chiapas.

[3] La crisis financiera de 1929 afectó directamente al sector cafetalero puesto que la exportación de este producto descendió, lo que amplió aún más la brecha socioeconómica entre el campo y la ciudad.

[4] La Ley de Extinción de Comunidades habilitó la venta de tierras a compradores particulares, desarticulando así el arraigo de los campesinos e indígenas a sus tierras, en un país donde la actividad económica predominante estaba localizada en el espacio rural a través de las plantaciones de café y cacao.

[5] Si bien estas medidas se proyectaron entre los años 1881 y 1882, mediante la Ley Orgánica (1934) y la Ley Agraria (1942) se ejerció un estricto control sobre la población civil a la par que se restringían sus derechos civiles.

[6] El levantamiento campesino de 1932 arrojó como resultado final el asesinato de aproximadamente 30.000 campesinos/indígenas a manos del Estado.

[7] Esta fuerza política se fundó el 10 de octubre de 1980, en plena dictadura militar.

[8] Con este decreto se declara el estado de sitio, lo que provoca un exilio masivo de salvadoreños hacia Nicaragua y Estados Unidos.

[9] Se amplían los márgenes de imputabilidad respecto de los actos considerados “terroristas”.

[10] Basado esencialmente en la reglamentación argentina, dejaba a libre arbitrio el accionar de las fuerzas represivas frente a los “subversores” del orden público.

[11] Por otro lado, se produjo desde el Estado una habitual intervención militar sobre fábricas y centros de servicios públicos como los buses, con el objetivo de reprimir al trabajador díscolo o con expectativas de huelga.

[12] Si bien en 1984 se realizaron las elecciones generales que colocaron a Napoleón Duarte como presidente de El Salvador por 5 años, la guerra continuó su curso mientras que los hechos violentos seguían en boga dentro de la sociedad salvadoreña.

[13] Alrededor de 400.000 coterráneos, sobre todo del norte y oriente, se movilizaron hacia occidente y las principales ciudades de El Salvador.

[14] Según Raúl Benítez Manaut (1988), “en 1979 el gasto militar […] consumía el 8.7 % del gasto gubernamental, mientras que en 1986 éste es de 28.3%. En cambio, el gasto en educación disminuye de 20.1% al 15.29% en el mismo período”.

[15] Sanz, José Luis y Martínez, Carlos (20 de octubre de 2011). El imperio de Lin. El Faro.https://salanegra.elfaro.net/es/201110/cronicas/5651/El-imperio-de-Lin.htm

[16] Implica una existencia social sin límites, en la que no importan las consecuencias derivadas de esta.

[17] Nombre que reciben las células o enclaves de dominio simbólico-territorial pertenecientes a las pandillas.

[18] Casas tomadas ilegalmente por los pandilleros que son utilizadas para torturar víctimas y desarrollar todo tipo de actividades ilícitas.

[19] adn40MX (6 de mayo de 2023). Especial: El Salvador de Bukele [archivo de video]. https://www.youtube.com/watch?v=bdN13Eh2KjQ

[I] José Agustín Almada: Estudiante regular de la Licenciatura en Historia y del Profesorado de Historia (UNQ)