Una urgente apología de lo inútil

Por: Guillermo A. Gómez

Resumen

El siguiente artículo comienza con un hecho cotidiano, fortuito, como una manera amena de introducción al espacio literario. Luego -utilizado como adverbio de tiempo-, se desarrolla una crítica a la idea de la productividad instalada en nuestras sociedades. Y la misma vista desde las varias artistas que esta presenta. Dicha crítica, también contiene un postulado: el valor de las cosas inútiles, como por ejemplo la lectura literaria.

El domingo pasado llegué al departamento a eso de las seis de la tarde, luego de haber asistido a un velorio. Ya la lluvia y la noche empezaban a caer con el peso del otoño. Todas estas cosas que cuento, no son más que tratar de transmitir un contexto, una atmósfera, o simplemente porque tuve ganas de comenzar de esta manera. En definitiva, tampoco es tan decisivo y/o determinante. Lo cierto fue que, me metí en la ducha, y cuando terminé de quitarme el día de encima, no quise quedarme entre esas cuatro paredes: partí rumbo a la FIL.

Ya eran pasadas las siete de la tarde, y era domingo -eso creo haberlo mencionado-, entonces tenía la Feria íntegramente para mí, quiero decir: ya no quedaba casi nadie. Ojo, tampoco es que padezca de misantropía, sólo que, en medio de la multitud, pasear entre anaqueles puede ser medio tedioso.

Fui a los stands de las editoriales independientes, de Blatt & Ríos, de Beatriz Viterbo, de las tantas que por suerte hay en nuestro querido país, y nos regalan obras magníficas, aquellas que no tienen lugar en los cánones de las grandes editoriales, pues se trata de vanguardias, textos raros, y de una poesía literaria más ligada a los márgenes.

Caminando de un pabellón a otro, me topé con el stand de Uruguay. Algo me llamó profundamente la atención. En él había una conmemoración a La vida breve, una edición aniversario. El banner, que tenía dibujado un plano de la ciudad nacida en la novela, con una cita “…Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo”. Me quedé pensando cuán necesaria es la ficción para no morir de esta distopía reinante. Pero siempre partiendo de la base de que la literatura -abarquemos a la ficción en su totalidad- es un postulado de lo inútil. No tiene otro fin más que la experiencia en sí misma, y eso, en un mundo altamente productivista, basado en el rendimiento, parece, al menos, una resistencia. Tal vez sea ésta la bandera que deberíamos levantar, la de “perder el tiempo” entregados al hedonismo de la lectura, o a cualquier otra cosa que nos guste, y que no sirva para nada.

Cuando concluí el periplo, regresé nueva, y definitivamente a mi hogar. Puse algo de música, y me entregué -cuando lo esperable era a Onetti- a la relectura de Muchacha punk, el cuento con el cual Fogwill ganó el premio de Coca-Cola, e ingresó a la gran ventana de la literatura. No recuerdo bien cuántas veces lo leí -eso ya da la pauta de que “perdí la cuenta”-, y cómo tantas veces pude dejar esa referencia de lado. De qué estoy hablando cuando enfatizo “esa referencia”: sí, de Juan Carlos Onetti.

Ahora bien, hacia el final del cuento, cuando el personaje se está por ir de la casa de su aristócrata muchacha punk, mientras ella dormía, se queda un rato contemplándole el rostro, el orificio del ala izquierda de la nariz, y la cicatriz ficticia -estaba hecha con maquillaje- que tenía en su mejilla. Él advierte que se la ha raspado con la barba, y dice “Miré la cicatriz de la izquierda: había perdido su color y estaba deteriorada por el roce de mi mentón”. (Fogwill, 2021, p.120)

Es esta oración la que da el guiño onettiano, la que hace referencia a El pozo, sólo que en la novela del gran escritor uruguayo -y me animo a decir de lengua española en general-, eso sucede al comienzo. Y lo expresa de la siguiente manera:

“Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo: Date cuenta si serán hijos de perra. Vienen por veinte días y ninguno se afeita” (Onetti, 2016, p. 9).

 No es la primera vez que Fogwill tiene esta clase de giros, ¡Y con Onetti! en Camino, campo, lo que sucede, gente, emprende una reescritura de El astillero, otra de las tantas excelsas obras del creador de Santa María. De todos modos, ya volveré a este entrañable autor.

Vayamos a la premisa que promete el título, y a qué cosas me hicieron pensar en lo inútil como una resistencia que nos ponga al resguardo de ser máquinas humanas. Sobre todo, aquello que se califica como productivo, o la frase que parece sintetizarlo en la cotidianidad de las redes sociales como “día ganado”, o el “multitasking” ha calado hondo en las matrices de pensamiento de este nuevo milenio. “Ser productivo” es la norma que impera, lo cual supone que su contrario te convierte en una suerte de paria social.

En la Sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung Chul-Han (2017) nos advierte, en clave foucaultiana, el traspaso de la sociedad disciplinaria a este nuevo estadio, donde el rendimiento ad-infinitum nos hace proclives al padecimiento constante del estrés y la depresión. ¿A quién se le ocurre perder el tiempo en el mundo emprendedor? ¿Es la pereza, hoy, el pecado capital más horroroso? El mecanismo de control pasó a ser el rendimiento, y eso no sólo se traslada a la vida laboral, sino a todos los ámbitos. En esta oleada fitness, con aperturas de gimnasios por doquier, lo podemos palpar fácilmente. Desde horas tempranas se llenan de personas haciendo sus rutinas, para luego finalizar con una foto frente al espejo, o con video haciendo pesas. Alguien podría decir que ello contribuye a tener una buena salud y demás, pero déjenme lugar a la duda: ¿qué se esconde detrás de la máscara de la productividad?

Es también esta una sociedad de la mensura, pues claramente responde al rendimiento. Si uno mira un partido de fútbol, por citar un ejemplo, van a decirles cuántos kilómetros recorrió un jugador, cuántos pases dio bien o mal, y es así, desde estas invisibles manipulaciones cómo van moldeando un razonamiento general, una hegemonía que trastoca desde una relación afectiva hasta una amistad. Y es allí cuando se vuelve más efectiva, cuando se vuelve parte de nuestro sistema y no podemos detectarla. Porque hay algo insoslayable, y es que en el cansancio el pensamiento parece quedar desplazado o no tener lugar, porque este supone una demora, y es allí donde florecen los estímulos -publicidades, memes, videos virales, etc.- diseñados para exacerbar cuestiones que responden a emociones más bien primitivas.

Para postular algo más, parece ser que en este tiempo tan particular es mejor abandonar el lenguaje para condensarlo en frases, y con ellas tratar de explicar la realidad; para hacer de él un mejor juego de caracteres en formato tuit.

Es la especulación lo que prima, como lo es también en el plano económico -y a nivel mundial-, que se rige por la timba financiera, el movimiento feroz de los capitales, y el mercado de plataformas que ha logrado una concentración de la riqueza inimaginable.

Es bajo estas estratagemas que venden la cultura del éxito, y que logran captar la atención e imprimir, bajo el relato de la autoayuda y “el buen emprendedor”. De aquí también se desprenden los relatos de la meritocracia para contribuir a la justificación de la desigualdad.

Son estas características, y no es casualidad, las que se han impuesto en las sociedades modernas -nada es inocente-, ya que, si uno observa más detenidamente podrá vislumbrar el gran relato que prolifera, y qué se convierte en ese tan controversial sentido común. No estoy hablando de otra cosa que del individualismo, pues en ninguna de las dos filosofías anteriormente expuestas ingresa la lógica de un otro como alguien próximo. Esto fue erosionando los lazos comunes, y convirtiendo a ese otro en un mero competidor, en una amenaza para la propia subsistencia.

De allí que, de manera subrepticia, se generó el caldo de cultivo para este nuevo paradigma, el cual nos puso frente a un escenario de salvajismo propiamente hobbesiano. Una guerra permanente de todos contra todos; pero cabe aclarar que sólo unos pocos ganan, unos poquísimos, mejor dicho. Y sí: son los que manejan los hilos de la economía.

Todas estas aristas expuestas aquí pueden servir como punta de lanza de un ensayo más exhaustivo, puertas que me interesa dejar abiertas. Sin embargo, voy a intentar retomar el rumbo del comienzo, y volver a lo inútil, a este postulado antiproductivo.

Otra pregunta que surge es, ¿por qué creemos que necesitamos ocupar el tiempo? ¿Cuál es el temor que se esconde en ello? Otra vez, la respuesta parece conducirnos a la productividad, porque de eso se trata, de la naturalización de este fenómeno. Y que nada en nuestras vidas pueda escapársele.

Entonces, si nos disponemos a perder un poco el tiempo, aparece el aburrimiento, y en esta cultura del entretenimiento infinito, llena de plataformas de series y películas, reels y/o juegos en red, parece sacrílego que alguien pueda -o esté- aburriéndose.

Mark Fisher, en Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, nos acerca una experiencia más que interesante para iluminar esta cuestión: “Estar aburrido significa simplemente quedar privado de la matrix comunicacional de sensaciones y estímulos que forman los mensajes instantáneos” (Fisher, 2024, p. 52).

Por ello, y por tantas otras cosas expuestas hasta aquí, considero que despegarnos un rato de esta maquinaria infernal es urgente, y cuando digo maquinaria es más abarcativo que nuestros teléfonos móviles. Es sino, tomar distancia para poder considerar que el orden de las cosas, tal como está impuesto, nos exprime desde todos los ámbitos.

Ahora bien, ¿cómo escapar de toda esta incesante invasión de productividad? ¿Cómo hacer para trazar esta resistencia? Un espacio posible bien puede ser la lectura. Si pensamos en Onetti, pensamos en ese personaje tirado en la cama, cara al techo, leyendo novelas policiales. Eso sería algo imperdonable bajo las lentes productivistas, y por eso debemos hacer apología de lo inútil. Porque la literatura -pueden elegir cualquiera de las artes-, no tiene ningún fin más que la experiencia en sí misma. Animarse a “perder el tiempo”, hacer de ello una contracultura. Y al hablar de contracultura, el punk es una referencia ineludible. Entonces, Attaque 77, en el comienzo de su canción Caballito de hierro dice: “Buenos Aires se despierta cuando todavía no sale el sol, y la mañana es el verdugo de mis horas de brillante pasión” (Pertusi y Scaglione, 2000).

Con estas simples estrofas, nos pone de manifiesto que, al abandonar ese espacio desprovisto de cualquier actividad que tenga que ver con la eficacia y el rendimiento, o, por decirlo de otro modo: salir a la rutina que nos aliena, no es más que el aniquilamiento de nuestro sujeto deseante. O, por lo menos, que pone en evidencia su disconformidad para con el sistema tal cual se nos presenta.

Entonces, sólo nos queda hacer el intento por extirparnos la pesada culpa que nos imprime la hegemonía productivista; crearnos una Santa María, y poder hacer ese pasaje hacia el ocio, pero cabe la aclaración: no el ocio como un descanso y, por lo tanto, una manera de recuperar fuerzas, sino por el gusto de vivir sin este maniqueo parámetro que se ha instalado en nuestras vidas de que sólo se vive cuando se produce, o se hace “algo productivo”. De ser meros engranajes, de que nos vayan transformando en robots que calculan y producen, y que nada escapa de esta nueva formulación de los tiempos.

Tal vez debamos remitirnos a los márgenes de todo lo considerado mainstream, de lo ultraprocesado, del infierno de lo que se reproduce en serie hasta agobiarnos, y entregarnos a este manifiesto de lo antiproductivo, amigarnos con el aburrimiento, con las horas lentas.

Tal vez, de lo inútil hacer nuestra trinchera de resistencia.

Referencias

Chul-Han, B. (2017). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Fisher, M. (2024). Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.

Fogwill, R.E. (2021). Mis muertos punk. Buenos Aires: Alfaguara.

Onetti, J.C. (2016). El pozo. Barcelona: Penguin Random House. Pertusi, C. y Scaglione, L. (2000). “Caballito de hierro”. Radio insomnio. Madrid: Ariola.


[I] Guillermo A. Gómez: Escritor. Estudiante de Comunicación Social (UNQ).

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